El
ciprés entonaba dulces canciones de cuna que mecían con ternura las hojas
caídas; el árbol de goma amamantaba con su resina las bocas sedientas de
llanto; las palmeras retenían el agua con ahínco, como quien se aferra a una
esperanza, y luego lo derramaban con alegría al paso de las dos pequeñas para
limpiar la tristeza de sus mejillas. Las niñas, renovadas a través del tacto
del agua, sonreían a los sauces y correteaban juguetonas entre las encinas,
arrojándose pequeñas bellotas que flotaban en el aire como si la atmósfera
fuera una suerte de espuma ligera, un algodón invisible; hasta que la realidad
entraba por la puerta, y las bellotas caían como el plomo de una bala de cañón,
como cae la inocencia en medio de una guerra, como el misil que años atrás
invadió su casa.
Ella
se tomaba la pastilla que le dejaban junto a la cama, y con los ojos vacíos e
inertes, observaba el techo blanco con indiferencia hasta volver al bosque de
los sueños, en donde sus hijas seguían vivas.
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