lunes, 19 de enero de 2015

La idea de Carlos

Los rayos del Sol caían aburridos sobre el techo, resbalando por alguna de las paredes de la imponente estructura. Era un edificio rectangular, hecho de hormigón, sin la menor pretensión estilística, hasta el punto de que más que un edificio parecía simplemente un recipiente olvidado en la antigüedad por los titanes; tal vez ni siquiera olvidado, sino más bien abandonado, o incluso repudiado. La única pista que hacía diferenciar la fachada principal del resto era una pequeña puerta sobre la que colgaba un cartel que rezaba: “Facultad de Ciencias Políticas”.
En el piso superior, la puerta de una de las clases se encontraba abierta, y a través de ella se podía ver lo que alguien más amante de la estadística que yo, quizás tuviera a bien denominar como “muestra representativa de la población universitaria”. Llamaba la atención, en primer lugar, la relación establecida entre libros y aparatos electrónicos de todo tipo como móviles o reproductores de audio, en la que los libros no tenían la menor opción de presentar batalla. También resultaba impactante el observar como las conversaciones se solapaban unas por encima de otras, y el reconocimiento de los compañeros no recaía sobre aquel que más razón tenía, si no que iba a parar a quien hacía el comentario más ingenioso. Pero era aún más increíble comprobar que ninguna de esas conversaciones tenía absolutamente nada que ver con las ciencias políticas, más allá del tono de las discusiones, que como he explicado antes, sí era exactamente el exhibido por nuestros ejemplares y democráticos representantes en las cámaras.
Con aproximadamente diez minutos de retraso, hizo su aparición el respetado profesor, cerrando la puerta tras de sí. El docente, un hombre de unos cincuenta años, moreno, bajo, con la cara extremadamente delgada y de mirada apagada, atravesó la clase y se sentó en su asiento, empezando a revolver un portafolios marrón en busca de la lección de aquel día mientras de forma intermitente dirigía amonestadoras miradas a sus alumnos, que surtían escaso efecto. Transcurrieron unos treinta segundos desde que el profesor se sentó hasta que resonó la última carcajada de uno de los alumnos, por algún comentario de uno de sus compañeros, posiblemente referente al profesor e indudablemente de exquisito gusto. Una vez callados todos los chicos, el profesor comenzó a recitar la lección, dando muestras de una increíble capacidad, sin duda perfeccionada por años de trabajo, para ignorar todo aquello que sucediera en la clase y proseguir como si nada, ya fueran cincuenta o ninguno los alumnos que le escuchaban y tomaban nota de lo dicho.
 Sentado en una de las últimas filas, un chico escribía con pasión, pero nada tenía que ver lo que escribía con lo que explicaba el profesor, pues este chico llevaba inmerso en su tarea desde antes de que el profesor entrara en la clase. Era un chico alto, delgado, tenía el pelo claro y su cara no era precisamente hermosa, si bien es cierto que la constante expresión de ensimismamiento que en ella se reflejaba no le ayudaba demasiado. Este tipo, de nombre Carlos, estaba entusiasmado con la oportunidad que se le brindaba para el día siguiente.
Como práctica para una de sus asignaturas, debían exponer una idea frente a sus compañeros, la que ellos quisieran. Hacía ya dos semanas que otros alumnos venían realizando la práctica, por orden alfabético según el apellido, y mañana era el día señalado para Carlos. Durante estas dos semanas los futuros políticos habían defendido todo tipo de ideas: Desde la exposición de Antonio, uno de los cabecillas de la clase, que para ganar una apuesta se había atrevido a defender el nacionalsocialismo ante su profesor, al que ya nada de esto cogía por sorpresa; hasta el trabajo de Ana, que aburrió a toda la clase, incluido el profesor, con una disertación acerca de los derechos humanos, tema que a casi nadie importaba, como suele suceder con aquellas cosas que nos vienen dadas sin esfuerzo, por valiosas que sean, y de las que sólo nos acordamos si en algún momento, Dios no lo quiera, nos vemos privados de ellas.
Pero, la verdad sea dicha, Carlos no había prestado demasiada atención a las exposiciones de sus compañeros, puesto que desde el momento en que el profesor anunció a sus alumnos en que consistía la práctica, empezó a escribir a borbotones, como si las ideas llevarán demasiado tiempo intentando salir de su cabeza; y ahora, ante la oportunidad surgida, lo hacían de forma desordenada, atropellándose unas a otras, confundiéndose y, en ocasiones, contradiciéndose. No resultó fácil dotar a todas esas ideas de un cuerpo definido, una estructura comprensible, pero Carlos había trabajado muy duro para poner por escrito y ordenadamente todo aquello que venía pensando en los últimos años, y estaba muy satisfecho del resultado final. Ahora, en la clase, estaba ocupado en escribir una serie de conclusiones con las que esperaba asombrar a su profesor y a sus compañeros, efecto que esperaba también con el resto de su exposición, en la que realmente tenía puestas grandes esperanzas. Y es que Carlos creía, lo creía ciegamente, que si el mundo va tan mal es únicamente porque los hombres están confundidos, son como niños que no saben cómo deben comportarse, y él estaba convencido de poder enseñarles el camino hacía una vida mejor, hacía un mundo mejor.
 De la vida de Carlos antes de aparecer por la universidad, nada sé. Lo que sí puedo decir de él es que era un chico solitario, al que no se le conocían amigos y del que la mayoría de sus compañeros no sabían ni el nombre. Esto no parecía importarle lo más mínimo, es más, diríase que toda su vida había consistido en perfeccionar una maestría insuperable para pasar desapercibido entre el resto de mortales, siempre con la mirada perdida, como si viera a través de las demás personas; efecto que, ya fuera por empatía, por simiesca imitación o por artificio de alguna oscura arte, era recíproco. Y sin embargo, amaba a la humanidad como tal vez no la haya amado nadie. No soy capaz de distinguir si fue su personalidad solitaria la que le llevo a amar a la humanidad, por no conocer a nadie lo suficiente como para ver sus defectos; o si, por el contrario, amaba tanto a la humanidad que se volvió un hombre solitario, por no ver su ideal arrastrado y humillado constantemente en cada persona que pudiera conocer.
 Llegó el día de su exposición. Carlos acudió a la facultad con más nervios de los que había previsto, sentía que iba a ser juzgado y que la reacción de sus oyentes le importaba mucho más de lo que hubiera deseado, lo que generaba no sólo los nervios sino además un pequeño enfado consigo mismo. Al llegar a la clase se dirigió directamente a la mesa del profesor, desde donde debía exponer su tema, y esperó con fingida calma a que pasaran los acostumbrados diez minutos sobre la hora que, por algún tipo de norma no escrita, tardaban en aparecer en la clase todos los profesores. Pasado el tiempo reglamentario entró el profesor de esta asignatura, distinto al maestro que conocimos antes, pero solo en cuanto al físico, pues su gesto y su mirada eran idénticos, parecía la misma alma con distinto traje. Con ademán aburrido, indicó a Carlos que podía comenzar, y así, este comenzó su discurso.

-Queridos compañeros -Sonaron las primeras risas, en algunos casos por comenzar a hablar con una fórmula similar, que nadie había utilizado hasta el momento; en otros, porque oían por primera vez la poco varonil voz de nuestro amigo Carlos, que ya de por sí era aguda, y además, se veía elevada por los nervios; los más, porque vieron reír a otros compañeros y pensaron que también ellos debían reírse -, es mi intención aprovechar esta oportunidad para arrojar luz sobre algo que nos concierne a todos.
-Pues sí que tienes tu muchas luces, payaso - Masculló alguien entre dientes entre la cuarta y la quinta fila de asientos, lo que provocó de nuevo risas en toda la parte delantera de la clase.
-A lo largo de la historia los hombres nunca han sabido comprenderse -Prosiguió Carlos, intentando no darse por enterado de las risas que ya le habían interrumpido en dos ocasiones -, debido a todo tipo de prejuicios derivados de las distintas culturas, clases sociales, religiones, ideologías… pero yo he ideado un sistema en el cual todos los hombres podremos vivir como iguales, como hermanos, como una gran familia.
-¡Yo en mi familia no te quiero ni regalado! - Gritó triunfalmente Antonio, seguido de una explosión de carcajadas por toda la clase.

Carlos ya no fue capaz de ignorar éste último comentario y la consiguiente reacción. Su cara se encendió como nunca antes lo había hecho y sus ojos brillaban conteniendo con indescriptible esfuerzo las lágrimas que se esforzaban por escapar, situación que no pasó desapercibida para sus compañeros y que contribuyó a aumentar las risas entre gran parte de ellos. Ante la imposibilidad de continuar con su exposición sin echarse a llorar, Carlos recogió sus papeles y se fue de la clase ante las burlas de sus compañeros y la atónita mirada de su profesor que nada hizo por retenerle, y que, tras la huida de Carlos, dio un pequeño discurso a sus alumnos acerca de cómo hay que tratar a los compañeros y de cuán avergonzados deberían sentirse por lo que habían hecho. Los alumnos se alegraron mucho de que el resto de la clase se invirtiera en ese discurso, en lugar de en avanzar materia de examen.
 Cuando Carlos salió de la clase concedió una tregua a sus impulsos y permitió que las lágrimas brotaran del mismo modo que algunos días antes lo habían hecho las ideas. Salió de la facultad con la cabeza gacha y comenzó a caminar sin saber dónde, puesto que su único deseo era alejarse de aquel lugar en que no sólo no habían querido escuchar su idea, sino que la habían ridiculizado aun sin conocerla. Al principio se sintió ofendido, pero el ir caminando le tranquilizaba en gran medida y no tardó mucho en volver a pensar con calma en todo lo que había sucedido, llegando a la conclusión de que no hacía más que reafirmar sus hipótesis. “Si ni siquiera han esperado a escucharme para reírse de mí es porque están llenos de prejuicios, pero conseguiré que me escuchen y cambiaré su forma de ver el mundo. Sí, ellos no tienen la culpa”  en pensamientos como este iba ocupado Carlos cuando sus pasos le llevaron a la plaza del ayuntamiento y reparó en que allí se encontraba el alcalde, subido sobre una plataforma de madera, dando un discurso sobre algún tema de sumarísima importancia ante un grupo de fieles y exigentes votantes. Carlos no pudo identificar con precisión el tema sobre el que se hablaba, pero sí pudo captar la esencia del mensaje, que venía a decir que el problema, en caso de que fuera un problema, no era culpa suya sino de los otros (quienes sea que fueran); ahora bien, si resultara no ser un problema, y fuera algo ventajoso, era sin duda gracias a él. Ante semejante discurso, tan genial como único, el público no pudo por menos que prorrumpir en aplausos y vítores, en honor de su no tan buen alcalde como orador. Era un público compuesto por ese tipo de expertos en política que tanto se estilan en nuestro amado país, de aquellos que si algún día se ven frente a su líder, y éste con su traje caro, su discurso barato y su sonrisa ensayada dice: “Bla Bla Bla”, no podrán evitar decir a continuación “¡Pero que listo es! ¡Si eso mismo es lo que yo digo, lo mismito! ¡Viva!”.
Algo así como un plan surgió entonces en la imaginación de Carlos. Por lo visto el discurso se había alargado más de lo esperado, circunstancia que había hecho bajar la guardia de las fuerzas de seguridad que, en cumplimiento de su deber, estaban inmensamente aburridos. Además era esta una ciudad pequeña y tranquila, en la que todos eran conscientes de que el papel de los policías junto al alcalde era más bien un asunto de protocolo que de seguridad, pues no se temía incidencia alguna. Todo esto permitió que Carlos pudiera escurrirse entre el vallado sin ser visto y colocarse junto a la plataforma, desde donde escuchaba el discurso el séquito del alcalde, formado por gente respetabilísima. Carlos esperó paciente y con gesto serio, y ninguno de los allí presentes se preguntó quién era o qué hacía ahí, pues si le habían dejado entrar, pensaban, sería por algo. Al cabo de una media hora, el alcalde finalizó su plática y, entre aplausos y gestos de asentimiento, bajó de la plataforma con un inconfundible gesto de satisfacción y un pequeño brillo en los ojos en el que se podía leer algo así como “A mí aquí no me quitan el sillón de alcalde hasta el día del juicio final”. Inmediatamente después de que la plataforma quedase libre, Carlos se subió a ella con absoluta tranquilidad, como si realmente estuviera planificado así. Puso sus apuntes sobre el atril mientras todo el mundo le miraba con extrañeza, pues nadie sabía quién era ni qué demonios hacía allí, pero no se atrevían a preguntar, temerosos de ponerse en ridículo.

- Queridos ciudadanos -Comenzó Carlos, improvisando una pequeña alteración en su fórmula inicial-, es mi intención aprovechar esta oportunidad para arrojar luz sobre algo que nos concierne a todos.

Al escuchar estas primeras palabras, la curiosidad pudo más que la vergüenza y el alcalde preguntó al hombre encargado del evento quién era este joven, a lo que recibió como respuesta un encogimiento de hombros y una expresión de estupidez casi perfecta, como si el mismísimo inventor de la estupidez le hubiera ayudado a ensayarla, lo que empezó a impacientar al representante del pueblo.

-A lo largo de la historia los hombres nunca han sabido comprenderse -Continuó Carlos -, debido a todo tipo de prejuicios derivados de las distintas culturas, clases sociales, religiones, ideologías… pero yo he ideado un sistema en el cual todos los hombres podremos vivir como iguales, como hermanos, como una gran familia.

El alcalde no podía dar crédito a lo que escuchaba. Inmediatamente se giró y llamó a gritos a los policías para que subieran a sacar de ahí a “ese imbécil”, como dijo textualmente el gran orador. Con todo esto la gente se dio cuenta de que el chico ese que hablaba tan raro debía de haberse colado y empezaron a abuchearle, algunos incluso estuvieron a punto de arrojarle lo primero que tuvieran a mano.

            -Porque, creedme cuando os digo que, no hay hombres mejores ni peores, y solamente nosotros tenemos en nuestra mano la fuerza para devolverle a las cosas su sentido y… ¡Eh, soltadme! ¡No he terminado! -Todo esto pudo oírse entre pitos y abucheos hasta que dos policías se llevaron agarrado a Carlos de la plataforma.

Carlos no hizo más que un amago de forcejeo, tras el cual se dejó llevar dócilmente, empezando a ser consciente de que tal vez no había escogido la mejor forma de hacer llegar su mensaje. Cuando el plan surgió de forma espontánea en su mente, imaginó que la gente escucharía atentamente sus ideas, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de hombres preparados, como el alcalde y sus acompañantes, y de un público que había acudido allí de forma voluntaria a escuchar algunas ideas. En modo alguno se le ocurrió que aquello pudiera terminar igual que el discurso en la clase, o peor. Carlos estaba ensimismado en estas valoraciones cuando se percató de que el policía le decía algo, y por el tono y la mirada debía de ser ya la segunda o tercera vez que se lo decía. Fue en este momento cuando observó por primera vez a los dos policías, y comprobó que no había ninguna autoridad en sus rasgos, sus formas o su mirada. Pensó que toda la autoridad manaba de un traje azul y una chapita brillante, aunque este pensamiento pronto se confundió con otros.

            -¡Escúchame niñato! -Dijo uno de los policías, que parecía rondar los cincuenta años -. Nos has dejado en ridículo delante del alcalde. ¿Todos los hombres iguales dices? Te voy a llevar yo a un sitio en donde todos los hombres son iguales.

Los dos policías metieron a Carlos en el coche y, en completo silencio, le llevaron a la comisaría, edificio grande, robusto y seco, que de algún modo recordaba a la facultad de ciencias políticas. Una vez allí fue trasladado directamente al calabozo y despedido cordialmente por el mismo policía que había hablado antes.

            -¡Ala! Aquí vas a tener tiempo para pensar en más ideas brillantes.

Carlos no era completamente consciente de dónde estaba ni de por qué, un sinfín de sensaciones nublaba su entendimiento de tal forma que pasaron unos diez minutos, en los que estuvo sentando mirando al suelo, antes de que reparase en que no se encontraba solo en el calabazo. Junto a él compartía su suerte un hombre que rondaba la treintena, extremadamente delgado, sin duda por efecto de alguna adicción. Su rostro era una caricatura del que debió ser algunos años antes, y en él destacaban unos preciosos ojos negros que parecían pedir perdón por haberse equivocado de cara. Carlos se quedó mirándole fijamente, imaginó como debió de ser en su juventud, y se entristeció al ver ante sí, como un hombre demacrado, al que debiera ser un hermoso joven. El compañero de calabozo, al darse cuenta de que Carlos le miraba fijamente, pensó que era un buen momento para comenzar una conversación y hacer más llevaderas las horas que aun le quedaban por pasar ahí.

            - ¿Cómo te llamas chaval? -Dijo a Carlos.
            -Carlos, ¿Y tú?
            -Yo me llamo Miguel, ¿Y porque estás aquí Carlos?
            -Por intentar abrirle los ojos a algunas personas.
            -Joder niño, sí que estás loco. ¿Y con que querías abrírselos, con un pincho o a ostia limpia?
            - No, no -Respondió Carlos sin poder contener una sonrisa -, sólo con palabras, intentaba que ellos vieran el mismo mundo que yo veo.
            -¡Ja! Pues yo no le haría nunca a nadie la putada de hacerle ver el mismo mundo que yo veo, ni a mi peor enemigo ¡Te lo juro por mi santa madre! Porque no te imaginas la cantidad de mierda que hay. Empezando por esos cabrones de azul de ahí fuera. ¿Y cómo es tu mundo chaval?
            -Mi mundo es un mundo en el que todos los hombres son iguales.
            -¡Cómo se nota que eres joven! Los hombres sólo somos iguales ante la muerte, es lo único que he aprendido en mi puta vida.
            -No, te equivocas. También somos iguales al nacer. Nacemos y morimos iguales, todas las diferencias vienen dadas por los errores que cometemos entre estos dos momentos. Y cada vez somos más diferentes porque cada vez arrastramos más errores de generaciones anteriores. Pero yo he ideado un sistema con el que empezar de cero, borrar todos los errores y volver a ser todos iguales, como nunca debió de dejar de ser.
            -Venga ya chaval, si consigues que alguien se trague eso, yo dejo el caballo. -Dijo Miguel, con una mueca de cinismo que afeaba aún más su rostro.

-Está claro que aun no es mi momento, así que esperaré -Dijo Carlos, apartando la mirada de su interlocutor y fijándola sobre el techo del calabazo -. Pero llegará el día en que yo, o tal vez otro porque yo haya muerto muchos años antes, pueda ser escuchado y comprendido. Llegará el día en que estas ideas, que hoy provocan risas o abucheos, serán comprendidas con tal claridad que el mundo se sorprenderá de no haberlas tomado antes como propias. Y ese día el hombre descubrirá todo lo que vale en realidad, descubrirá cuán hermoso es todo lo que hoy odia, desprecia o desconoce. Descubrirá la grandeza de vivir y ser libre.


2 comentarios:

  1. Y lo cierto es que la Sociedad en la que vivimos hay poca cabida para las personitas que deciden darle Voz a sus ideales, a los distintos modos de ver el Mundo, siempre anclados a todo lo que se supone Normal... Me ha gustado mucho tu relato... Descubrir la grandeza de vivir y ser libre tratando de ser quien eres, sin hacer daño... Es un camino que no todos son capaces de descubrir ;)
    ¡Un besín!

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  2. Me alegro de que te haga gustado, gracias por tu comentario :)

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