lunes, 15 de diciembre de 2014

No hay colores para todos

Seis hombres se encontraban reunidos en una amplia sala pintada del verde más cálido, casi blanco, gracias al efecto de la luz que se introducía por los enormes ventanales. El lugar reunía todas las condiciones que la ciencia aconseja para favorecer una buena disposición de ánimo, circunstancia que oprimía especialmente el corazón de uno de los hombres sentados a una “mesa redonda”, que no era redonda del todo, ya que ni siquiera había mesa.

“Todos los problemas del mundo pueden solucionarse con el color apropiado, ¡Por qué no se le habrá ocurrido antes al ser humano! -Pensaba Héctor, mientras jugueteaba con el pañuelo que cubría la gran cicatriz de su cuello- Como estamos desconsolados, nos meten en una gran sala del color de la esperanza, ¡Y todo solucionado! ¿Pero por qué parar ahí? Pintemos las casas de los solitarios del color del amor, las cárceles con el del arrepentimiento, los congresos que sean color honestidad… ¡Pintemos toda África del color de la comida! ¡Y ventanas, grandes ventanas por todas partes! ¡Qué no falten las putas ventanas!”

La frustración que siempre acompaña a quien se ve obligado a hacer algo que detesta dominaba por completo el débil alma de Héctor, cuyas cicatrices no podían cubrirse con ningún pañuelo. Todo le resultaba irritante: La enorme sala verde, el círculo de sillas que parecía sacado de un drama americano de segunda categoría, la suficiencia que percibía en la mirada del psicólogo… Pero por encima de todo aquello, lo que realmente se le hacía insoportable era la voz de sus compañeros de terapia: Esas vocecillas lastimeras, que alternaban dolor e ilusión como quien mezcla whisky con cola. Los despreciaba a todos y cada uno de ellos, no había un solo átomo de su cuerpo que no sintiera repulsión hacia el más insignificante de los patéticos gestos que repetían una y otra vez, acompañados siempre de las mismas expresiones, tan repetidas como carentes de contenido. Y de entre todos ellos, al que más despreciaba era a sí mismo.

Llevaba ya más de una hora en la sesión a la que una resolución judicial le había obligado a acudir, la primera de una docena. Desde el primer minuto había dedicado sus escasas fuerzas a revolcarse entre el odio que inundaba todo su ser, odio del que reconocía ser el único objetivo, pero que cobardemente calmaba reflejándolo sobre todo aquello que le rodeaba. Por primera vez en toda la tarde, el silencio dominó la sala, e instintivamente, Héctor alzó la cabeza para encontrar todas las miradas puestas en él.

-¿Qué ocurre? -dijo, poniéndose recto sobre su silla, en actitud desconfiada.
         
            -Es tu turno -El psicólogo hablaba de forma pausada y serena, como quien se dirige a un niño. -Por ser tu primer día, te hemos dejado para el final; pero ahora debes contarnos por qué estás aquí, para que todos conozcamos tu historia.


            -¿En serio? -dijo Héctor, levantándose de su asiento. Miró a todos con una sonrisa a medio camino entre el sarcasmo y el odio, y continuó hablando mientras se marchaba de la sala.- Si estoy aquí, es precisamente porque a nadie le importó nunca mi historia.



miércoles, 10 de diciembre de 2014

Gente de mentira

Las ideas son rencorosas, acusan por siempre al traidor; sobre todo, las erróneas.

Ocurre como con la gente: Cuanto más equivocados, más seguros de sí mismos; cuanto más débiles, más exigentes; cuanto peores son, mejores quieren parecer. He aquí la razón principal de la deriva social: La gente es de mentira, sus ideas no son suyas.

En una época en que confundimos información con sabiduría, hipocresía con educación, y política con moral… hemos asesinado dioses y reyes para someternos voluntariamente al autoengaño inducido por el ego, el mecánico avanzar por la vida con el esfuerzo ajeno, y la calidez de la libertad en oferta por liquidación.

Y es así como se construyen miles de millones de vidas llenas de nada: Fomentando la simpleza que se disfraza de excepcionalidad por imitación. Y así, en donde la gente importa un poco porque es necesaria para que la rueda gire, la gente está contenta. Y así, en donde no, que mueran llorando. Y así el Sol se esconde, y así la Luna brilla, y así pasa otro día sin que nada cambie. Y así trescientas sesenta y cinco veces al año,  y así cien años por siglo, y así diez siglos por milenio… Y así, eternamente repetido, es como ha sido desde que el hombre es hombre, si es que alguna vez lo fue.

Y resulta, entonces, que no es un problema de nuestra sociedad, ni de nuestra gente, ni de nuestra cultura. Es un problema de nuestra naturaleza  imperfecta, y de la incapacidad por esforzarnos en cambiarla. Es una idea que nos acusa.