domingo, 7 de septiembre de 2014

La fábrica de arte



Llevaba algo más de dos horas caminando sin saber hacia dónde, cuando mis piernas dijeron basta y decidí sentarme en un agradable banco de madera. El banco estaba refugiado a la sombra de un majestuoso castaño, como un padre que protege a su hijo, aun cuando este ha sido cortado, hecho trocitos, pintado, y vuelto a reconstruir en una forma que nada tiene que ver con la original. Mi mente, más cansada de lo habitual, se vio seducida por esta idea, y antes de darme cuenta me encontré divagando acerca de qué haría yo si cogieran a un hijo mío y lo convirtieran en otra cosa. “Cambiarlo de escuela.” Concluí, con una sonrisa tan cansada como mis piernas. Mientras pensamientos como este ocupaban mi mente, vi acercarse hacia mí a un viejo compañero de clase, que corría como si le debiera dinero al diablo. “¡Alfonso!” Grité, esperando, en el fondo, que no me oyera. Alfonso giró la cabeza a la vez que entornaba los ojos, mirando en la dirección en la que yo me encontraba, y suspiró decepcionado al verme; aunque, por desgracia, eso no le impidió acercarse a mí.
—¿Has visto pasar a un niño por aquí? —dijo, con la respiración entrecortada.
—¿Un niño? No, lo siento, acabo de llegar. ¿Es tu hijo? —respondí, por cortesía.
—¿Mi hijo? Dios me libre, es uno de mis trabajadores. Verás… él… no debería estar aquí, pero mi mujer… ¡Maldita caprichosa! Qué no haremos por las mujeres, en fin, es una historia muy larga. ¿No le has visto entonces?
—No, no le he visto. Pero tal vez te haya oído mal, me pareció entender que buscabas a un niño, sin embargo acabas de decir que buscas a uno de tus trabajadores. Perdona la confusión, es que estoy muy cansado.
—Has entendido perfectamente, he montado una fábrica en Haití, o en La India… no sé, en algún sitio de esos con muchos niños. Si pudieran, exportarían niños; pero como no pueden, los venden allí mismo. De no ser por mí, se morirían de hambre, todos ganamos. Deberían ponerle mi nombre a una de sus sucias calles —dijo todo esto mirándome a los ojos, realmente orgulloso de ello.
—¿Y qué fabricas? —acerté a responder, mientras intentaba ocultar mi desprecio.
—Fabricamos arte. Hacemos arte en cadena. Según va pasando el lienzo frente a ellos un niño hace un trazo por aquí, otro un trazo por allá, y cuando llega al último de ellos, el cuadro ya está terminado. Se venden como rosquillas. Con las esculturas lo mismo, le damos a cada uno un martillo y un cincel y va pasando frente a ellos un bloquecito metálico, golpean donde mejor les parece y al final de la línea quedan obras dignas de un artista de primer nivel. Es muy cansado, pero también es divertido. Para ellos es como jugar, es lo que siempre me dicen los directores de la fábrica, ¿Y quién va a conocer mejor a los niños, después de pasar juntos 14 horas al día? Les pagamos por jugar, el día menos pensado me harán una estatua. Pero bueno, no hace falta que pongas esa cara, ya sé que no comprendes ni la mitad de lo que te digo; perdona que sea tan claro, pero nunca fuiste muy listo. Me voy a ver si encuentro al condenado niño antes de que me meta en más líos. Adiós.
Sólo fui capaz de hacer un gesto con la cabeza a modo de despedida, mientras intentaba asimilar lo que acababa de escuchar. Aun sin tiempo de reaccionar, un policía apareció de la nada y me preguntó, con fingida cortesía:
—Disculpe caballero, ¿Ha pasado un hombre con traje corriendo por aquí?
—No —respondí, confuso—. No exactamente. Ha llegado corriendo hasta aquí, se ha parado un rato a hablar conmigo, y ha seguido corriendo de nuevo. Pero no ha pasado corriendo.
—¿Intenta burlarse de mí?
—Jamás se me ocurriría.
—Ya veo, ¿Y de qué han hablado?
—De arte.
—¿De que tipo de arte?
—No me ha quedado muy claro, no soy especialista en arte.
—¿Y no le ha hablado de un niño?
—¿El artista?
—¿Qué artista?
—Pues el niño.
—¡Cállese! Ahora mismo se viene conmigo a comisaría.
No supe lo que ocurría hasta que el odio en sus ojos me hizo reaccionar. Decidí dejar de pensar por unos minutos, para poder contestar correctamente a las preguntas.
—Perdóneme señor agente, ha sido un malentendido, es que estoy muy cansado          —recité, con la mejor de mis sonrisas—. ¿Podría repetirme la pregunta?
—El hombre que pasó corriendo —dijo, mirándome con desconfianza—. ¿Le habló de algún niño?
—Así es, estaba persiguiendo a un niño que tiene como empleado en una fábrica en Haití, o en La India.
—¿Por dónde se fue? Es de vital importancia que lo atrape.
—¿Para rescatar al niño?
—No, el niño pasará unos meses en algún lugar de acogida, y después lo devolveremos a Haití, o a La India.
—Pero allí volverán a explotarle.
—Ese no es mi problema, el sistema es así.
—¿Entonces va a meter a Alfonso en la cárcel?
—¿Quién es Alfonso?
—El hombre a quien persigue.
—No, por este delito no tendrá pena de cárcel, pero le caerá una buena multa.
—¿Y no cree que explotará a más niños para pagar esa multa?
—Ese no es mi problema, el sistema es así.
—¿Y cuál es su maldito pro… —Una alarma sonó en mi cabeza: “Idiota, estás empezando a pensar de nuevo, para o terminarás mal”—. Perdone, ¿desea algo más?
—Sí, ¿Por dónde demonios se fue ese hombre?
—No tengo ni idea, no me fijé —respondí mirando al suelo, para que no leyera la mentira en mis ojos.
—¡Será posible! —Gritó, alejándose mientras murmuraba educadamente.
Hasta que no perdí de vista al policía y estuve seguro de que no volvería, no pude relajar la tensión de mi cuello y respirar aliviado. Deseaba que Alfonso pagara por lo que estaba haciendo, pero no a costa del sufrimiento de más niños ¿De qué serviría eso? Un tipo realiza una mala acción aquí, y lo pagan miles de niños al otro lado del mundo; mientras el culpable invita a una mariscada a los hijos de sus amigos, para celebrarlo. Podía imaginarle con los dedos hinchados, sorbiendo la pata de una nécora mientras alardeaba frente a sus amigos: “Algún día me harán una estatua”. Espero que así sea, y que la esculpa en diamante una mano tan experta, que quede reflejado en ella todo el desprecio que siente por ti el artista, para tu eterna vergüenza y la de todos los hombres como tú. En este tipo de pensamientos me hallaba inmerso cuando vi aparecer ante mí a un hombre con un vestido horrible.
—¿Ha pasado por aquí un policía? —preguntó, con el aplomo inconfundible de aquellos que están acostumbrados a ser escuchados.
—¿Quién es usted? —respondí, cada vez más cansado y confundido.
—Mi identidad no es relevante, pero mi profesión es la de salvaguardar la justicia, soy juez —dijo, altivo, como si su respuesta debiera impresionarme.
—¡Por fin! —exclamé aliviado— viene usted a salvar al niño y condenar a Alfonso, ¿Verdad?
—¿Qué niño? ¿Qué Alfonso? Yo persigo a un policía que abofeteó a un ciudadano ejemplar al que acusaba de pederastia y asesinato sin pruebas concluyentes.
—¿Abofeteó a un inocente?
—En realidad no, más tarde éste policía obtuvo las pruebas concluyentes; pero eso ya no es relevante, porque evidentemente las pruebas ya no eran válidas. El ciudadano ejemplar, pederasta y asesino le ha demandado. Le espera una buena.
—¿Y usted es el encargado de salvaguardar la justicia?
—A mí me corresponde ese honor.
—¿Qué es la justicia? -pregunté, casi como en un susurro.
—La justicia es el debido cumplimiento de la ley.
—Es usted un idiota, y tengo pruebas concluyentes.
—¿Cómo dice?
—Digo que ha pasado un policía por aquí, pero no es el que usted anda buscando. Se llevaría bien con él. También era un idiota.
—¡Cómo se atreve! —gritó, indignado, antes de seguir con su búsqueda.
La respuesta del juez incrementó mi grado de confusión. ¿Qué demonios tenía que ver la justicia con la ley? La ley cambia cada día, mientras que la justicia es inmutable. La ley la conocen las abogados; la justicia, la reconoce todo hombre que no se mienta a sí mismo. ¿Pero de que me extrañaba? ¿Acaso no lo había sabido siempre? En un mundo en el que por cada verdad hay mil mentiras, y por cada sabio mil idiotas, a nadie puede sorprender que la ley sea injusta; y la justicia, ilegítima. Y cuando pensaba que mi opinión sobre los hombres no podía ser peor, alcé la vista y me encontré un político.
—¿Y usted, qué ha venido a hacer aquí? —pregunté, con un atisbo de esperanza.
—¿Yo? Nada. Disculpe que no me detenga, he quedado para comer con Alfonso.
Mientras el político pasaba de largo, me di cuenta de que ya no quería seguir en aquel lugar, así que me levanté del banco, dispuesto a volver por donde había venido. Apenas llevaba un par de metros andados, cuando escuché una risa proveniente del enorme castaño. Un niño salía de detrás del árbol, sonriendo.
—¿He ganado? —preguntó, mirándome ilusionado, con esa mirada típica de la infancia que cuando desaparece, lo hace para no volver.
—¿El qué?
—El juego, ¿He ganado?
—Aún no, te siguen buscando.
—¿Me ayudarás?
—Claro, si les veo diré que estás en otro sitio, para que no vengan aquí.
—No, eso no sirve, no puedo vivir para siempre en el castaño. Debes abrir los ojos y venir a ayudarme.
—Ya tengo abiertos los ojos, y estoy aquí para ayudarte.
—¡Mentiroso! Eres como los demás. Cierra los ojos y ábrelos de nuevo.
El niño se volvió a esconder, llorando, tras el árbol. Yo me quedé inmóvil, sin saber que hacer. “¿Cerrar los ojos y volver a abrirlos? ¿Qué puedo perder?” Cerré los ojos. Al volver a abrirlos, casi no podía creer lo que ocurría. Yo me encontraba en el sofá de mi casa, frente al televisor, en el que se emitía un documental acerca de la explotación infantil. La imagen se congeló con un primer plano de un niño que se afanaba por coser unas playeras; el niño, desconsolado, miró directamente a la cámara, y con tono lastimero repitió: “¿Me ayudarás?”


1 comentario: